Relato: La adicción de la Señora Gómez

 
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     Aquella tarde el elegante restaurante argentino estaba atiborrado de gente. En una de las mesas del centro, la Señora Gómez, junto con tres de sus amigas del club de lectura de la tercera edad, observaba orgullosa las señales y los letreros que indicaban que se prohibía fumar; eran sus trofeos predilectos. Como una de las principales activistas que había logrado la recién aprobada ley antitabaco, nada la hacía más feliz que mantener alejados a aquellos repulsivos tacos de cáncer.


     Rigoberto, alias el Enclenque, un hombre delgado, alto, barba de dos días, ojos pequeños, cabello largo y nariz protuberante, se situó a un par de mesas de las sexagenarias integrantes del club. Ordenó un café al mesero, llamando la atención de los comensales con su voz rasposa. Luego de esperar unos minutos, con apariencia sospechosa, recorrió con la mirada todo el local. A pesar de que notó a las ancianas atentas a sus movimientos, hizo de tripas corazón y extrajo de la bolsa de su saco un objeto blanco y alargado. Se lo llevó a la boca y comenzó a succionarlo, con lo cual el aparato reaccionó prendiendo una luz roja en la punta. Después lo soltó y con placer exhaló un vapor blanquecino que se desvaneció de inmediato al ponerse en contacto con el aire. Se trataba de un cigarrillo electrónico.

     La Señora Gómez, ignorando que aquel artilugio era inofensivo –al menos para quien no lo usaba–, comenzó a tronar los dedos y a clamar por un mesero con un tono lleno de indignación. Cuando uno de ellos se acercó, la anciana, en medio de un melodrama, se quejó recitando por completo el artículo y el decreto correspondientes a la ley que prohibía el consumo de tabaco en lugares públicos. El apoyo de sus compañeras no se hizo de esperar y todo aquel circo no le fue indiferente a Rigoberto, que se molestó de inmediato. El ambiente que pintaba el incidente no era propicio para él, un exconvicto que recibía terapia para el manejo de la ira.

     A pesar de que el mesero trató de explicarle a la Señora Gómez la diferencia entre un cigarrillo normal y uno electrónico, sin conseguir que ella desistiera de sus protestas, se vio obligado, por el bien de la imagen del restaurante, a pedirle amablemente a Rigoberto que guardara su artefacto. Él, encolerizado, prefirió retirarse del lugar, no sin antes lanzarle una mirada atemorizante a la cabecilla del escándalo.

     Al caer la noche, la reunión del club de lectura llegó a su fin. La Señora Gómez se separó de sus amigas y se dirigió hacia su auto. Antes de que pudiera llegar al mismo la sombra de un hombre alto la envolvió. Se trataba del Enclenque, el cual la tomó de un brazo y amenazándola de muerte con un enorme cuchillo la arrastró hasta un callejón solitario. Ya teniéndola ahí extrajo de su saco una cajetilla de cigarrillos de tabaco negro y ordenó a la vieja, quien lo miraba atónita, que se los fumara todos; uno por uno.

     Mientras la anciana tosía y sufría arcadas al fumar, Rigoberto le recriminaba de manera burlona que su intolerancia a lo mejor se debía a la muerte de uno de sus seres queridos en manos del tabaco; o quizá a que ella ignoraba que los cigarrillos son moneda de cambio en las prisiones, o que pueden mantener despierto a un chofer de camión que por necesidad conduce al menos ocho horas diarias. «En  esta vida todo tiene un grado de toxicidad, señora, pero nada es más tóxico que una vieja pomposa y patética como usted, que se cree dueña de la vida de medio mundo», dijo el exconvicto. El tormento de la Señora Gómez continuó hasta que, en el tercer cigarrillo, no pudo contener las náuseas y casi se desmaya luego de vomitar. Cuando la anciana se recuperó notó que el Enclenque se había esfumado, y jadeando como si agonizara se marchó a su casa cual bala disparada.

     Al llegar a su casa, llorando se dirigió al servicio y se lavó la cara y las manos varias veces. Hizo lo mismo con su prótesis dental hasta que le desprendió un diente. Por más que se enjugaba la boca no conseguía quitarse aquel asqueroso regusto a tabaco.

     A la mañana siguiente la Señora Gómez se despertó abruptamente: había tenido muchas pesadillas. Se dispuso a revisar que todas las puertas y ventanas de su casa estuvieran aseguradas. Sentía la boca amarga, pero por lo menos el sabor a cigarrillo había desaparecido.  Al entrar al baño se asustó tanto al ver algo que el regusto a tabaco le regresó de golpe (una sensación que de ahora en adelante experimentaría cada vez que sintiera miedo): en el lavabo había un cigarrillo electrónico sobre una nota escrita a mano que decía: «Perdóneme, fue una recaída. Le regalo esto para que, como yo, algún día deje ese vicio que a mí me llevó a prisión».

3 comentarios:

  1. 1duende dijo...

    AJJAJAJA, me encantó!!!!

  2. Me alegro, 1duende. Gracias por leerlo y por dejarme saber que te gustó. Saludos.

  3. También me gustó, Lester. No hay cosa peor que la intolerancia y últimamente es lo que más abunda en el mundo.
    Un saludo.

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